Durante mucho tiempo, desde el recordado caso del Ingeniero Santos que, tras ver como robaban el pasacasete de su auto, persiguió a los ladrones y los mató a tiros, hasta los vividos en los últimos días, la sociedad argentina debatió la denominada justicia por mano propia, entendiendo que es a lo más bajo que podía caer como tal, pretendiendo imponer cada uno su propia ley por encima de las leyes que nos permiten vivir en comunidad.
Durante casi dos décadas el debate giró en torno a si era emoción violenta o gatillo fácil la reacción de la víctima cuando pretendía tomar acciones concretas e inmediatas frente al delito del que había sido pasible.
Y cuando creíamos que no podíamos caer más bajo, la realidad nos volvió a dar una cachetada con el caso de Cristian Cortez, un joven de 18 años que robó un celular en la ciudad de Rawson (San Juan), y que tras ser detenido por el accionar de los vecinos recibió una brutal golpiza. Ya no es el Estado en términos weberianos quien detenta el monopolio del uso legal de la fuerza sino que los propios ciudadanos cuestionan el concepto y pretenden hacer uso de esa fuerza.
Ya no basta con un policía asesinando por la espalda a un ladrón, y la discusión que se generó alrededor del caso Chocobar, sino que ahora es una turba de ciudadanos desarmados quienes deciden tomar acciones e impartir justicia, y por si esto fuera poco, decidir sobre la vida y la muerte de un conciudadano.
Finalmente, como producto de las heridas de la golpiza, y tras pasar casi 24 horas con muerte cerebral, Cristian Cortez murió, producto de un grupo de sujetos que se rebajaron a la peor condición humana.
Desde los tiempos de los autores que fundan sus ideas en torno a la existencia de un Contrato Social, Hobbes, Locke y Rousseau fundamentalmente, se defiende la idea que para vivir en sociedad, los seres humanos acuerdan un contrato social implícito que les otorga ciertos derechos a cambio de abandonar la libertad de la que dispondrían en estado de naturaleza. Siendo así, los derechos y los deberes de los individuos constituyen las cláusulas del contrato social, en tanto que el Estado es la entidad creada para hacer cumplir el contrato.
Pues bien, la semana pasada se rompió ese contrato puesto que como hemos dicho, es el Estado quien imparte justicia y quien detenta el monopolio del uso legal de la fuerza. Si caemos en la justicia por mano propia, que no es justicia, damos por muerto el contrato y volvemos a ser sujetos sin reglas en las que cada uno intenta imponer las que creen que son las mejores, y para ello recurre a las formas y las herramientas que estima más conveniente.
Lo que ocurrió en Rawson es de una gravedad de la que pareciera que los argentinos no logramos medir sus consecuencias. Si pasamos por alto que un grupo de ciudadanos, con iguales deberes y derechos que todos, se unen para impartir justicia estamos en problemas, y si además esa ‘impartición de justicia’ trae consigo la pena de muerte, es de una gravedad extrema.
Resulta paradójico, pero los mismos que se quejan porque ‘te matan por un celular’, matan por un celular.
Y la cuestión debe analizarse desde, al menos, dos ópticas. En primer lugar desde el rol del Estado, en tanto no (¿puede? ¿quiere?) cumplir con su rol de garante del contrato social, y en segundo lugar desde el lado ciudadano que, ante la falta de garantías externas, procura certificar el cumplimiento del contrato por sus propios medios. Y por si esto fuera poco, además, que este grupo incumple el contrato para exigir el cumplimiento del mismo, cayendo en una incoherencia de la cual es difícil salir, porque además al impartir su propia ley lo hace con sanciones que no contempla la justicia estatal.
En línea con esto último, es para replantearnos como sociedad los valores que rigen nuestra conducta, puesto que si un celular o la represión de un hurto traen consigo la pena de muerte como sanción, nos estamos adentrando en un terreno del que será sumamente difícil salir.
Días atrás planteó ese camino el propio Estado, a través del Poder Ejecutivo nacional, en el denominado caso ‘Chocobar’, pero otro brazo del Estado, el Poder Judicial, decidió acotar esta propuesta al procesar al policía por ‘homicidio agravado por la utilización de un arma de fuego, en exceso en el cumplimiento de un deber’. Es decir, ni siquiera quien tiene un arma en la cintura provista por el propio Estado tiene el derecho de impartir justicia. Tampoco puede hacerlo un grupo de vecinos. Por eso es importante que reaccionemos a tiempo, sobre todo porque es una lucha que estamos perdiendo quienes creemos en la noción de un contrato compartido que debemos respetar.
Y estamos en grave situación, porque tras el linchamiento de Cristian Cortez, el Diario de Cuyo, de San Juan que es de donde era originario el ladrón, realizó una encuesta para consultar a la ciudadanía respecto al accionar ciudadano de impartir justicia por mano propia y el 77% de quienes respondieron se manifestaron en favor de quienes lincharon y asesinaron a un ladrón, por ser ladrón.
Este principio de vuelta al estado de naturaleza en el que el individuo saca lo peor de sí y plantea una lucha por la supervivencia en la que todo vale es de una gravedad inusitada.
¿Qué hará la policía para prevenir el delito y dar tranquilidad y seguridad a los ciudadanos?
¿Qué hará la Justicia para impartir verdadera justicia que garantice que los delitos son sancionados y que se procura una rehabilitación real de los delincuentes para que puedan reinsertarse en la sociedad?
En definitiva, ¿qué hará el Estado para garantizar el cumplimiento del contrato del que somos partícipes todos quienes queremos vivir en sociedad?
Harán lo que como ciudadanos queramos que hagan, al fin de cuentas tal como reseña el capítulo 22 de nuestra Constitución Nacional, ‘El pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución’.
El problema es que me temo que después de tanto tiempo sin que el Estado se preocupe por garantizar el cumplimiento del contrato social, sino por garantizar los contratos laborarles de quienes circunstancialmente ocupan lugar en él, ya sea tarde para garantizar en el corto plazo que estos actos de irracionalidad e involución humana se repitan.
¿Habrá que esperar que el linchamiento sea para quienes delinquen de ‘guante blanco’ para que las cosas cambien? ¿Qué ocurriría si el linchamiento es para quien le roba corruptamente dinero al pueblo?
Debemos poner manos a la obra ya, ojalá aún estemos a tiempo.
Publicado en La Reforma, General Pico.
http://www.diariolareforma.com.ar/2013/ojala-aun-estemos-a-tiempo/